jueves, 2 de julio de 2015

¿Ser madre, o no serlo?… Esa es la pregunta.


Vamos a iniciar una serie de colaboraciones de personas que se han interesado en la tematica del blog y quieren aportar su granito de arena al tema. 
Hoy le damos la bienvenida a la Licenciada Dora Giovagnoli. Este es su texto:


¿Ser madre, o no serlo?…  Esa es la pregunta.

En 1934 Federico García Lorca (1898-1936), poeta español, escribió” Yerma”[i]. Una obra teatral de carácter trágico, donde narra la triste existencia de una protagonista angustiada hasta la locura por no poder ser madre.
En los diálogos con otras mujeres de su comunidad se dejan vislumbrar las pautas de una sociedad cuyo mandato para la hembra es el ser madre y aquella que no lo fuera queda al costado de su tiempo.

“MUCHACHA 2. De todos modos, tú y yo, con no tenerlos, vivimos más tranquilas. 
YERMA. Yo, no. 
MUCHACHA 2 Yo, sí. ¡Qué afán! En cambio mi madre no hace más que darme yerbajos para que los tenga y en octubre iremos al Santo que dicen que los da a la que lo pide con ansia. Mi madre pedirá. Yo, no. 
YERMA. ¿Por qué te has casado? 
MUCHACHA 2. Porque me han casado. Se casan todas. Si seguimos así, no va a haber solteras más que las niñas. Bueno, y además..., una se casa en realidad mucho antes de ir a la iglesia. Pero las viejas se empeñan en todas estas cosas. Yo tengo diecinueve años y no me gusta guisar, ni lavar. Bueno, pues todo el día he de estar haciendo lo que no me gusta. ¿Y para qué? ¿Qué necesidad tiene mi marido de ser mi marido? Porque lo mismo hacíamos de novios que ahora. Tonterías de los viejos. 
YERMA. Calla, no digas esas cosas. 
MUCHACHA 2. También tú me dirás loca. « ¡La loca, la loca!» (Reír).”

Este extracto, del primer acto de la pieza teatral, no hace más que simbolizar lo que aún hoy día, Siglo XXI, no deja de ser la presión a la que las mujeres se ven sometidas una y otra vez, y no sólo por su entorno familiar, sino también por la palabra médica.
 Ginecólogos que advierten, a jóvenes de treinta años, -“¿pensaste en ser madre? El reloj biológico corre…”-

En mi quehacer terapéutico no son pocas las consultas que recibo al respecto. “¿Tendría que pensar en tener hijos ahora?”, “el ginecólogo me advirtió que después de los treinta y cinco años se hace más dificultoso”, “sube el riesgo de tener hijos con problemas y de tener embarazos de alto riesgo”.
Por otro lado, las páginas de los diarios o revistas de difusión pública, nos informan acerca de madres de sesenta y cinco años que tienen mellizos o trillizos, por fecundación asistida. Parejas que alquilan vientres para llevar adelante la tan ansiada maternidad/paternidad, etc., etc.  Contradicciones de tener “la biblia junto al calefón”, parafraseando el tango de Santos Discépolo  “Cambalache”.
Pero poco se habla de la mujer que “decide no tener hijos”.  Como si no fuera una postura digna de respetar en una cultura que conlleva la presión de la maternidad como única realización del “ser mujer”.

“¡María! ¿Por qué pasas tan deprisa por mi puerta? 
MARÍA. (Entra con un niño en brazos.) Cuando voy con el niño, lo hago... ¡Como siempre lloras!... 
YERMA. Tienes razón. (Coge al niño y se sienta.) 
MARÍA. Me da tristeza que tengas envidia. (Se sienta.) 
YERMA. No es envidia lo que tengo; es pobreza. 
MARÍA. No te quejes. 
YERMA. ¡Cómo no me voy a quejar cuando te veo a ti y a las otras mujeres llenas por dentro de flores, y viéndome yo inútil en medio de tanta hermosura!”

Esa misma “pobreza” de la que habla Yerma en este acto de la pieza teatral es la que se percibe en el discurso de mujeres que no han podido acceder a la maternidad por diferentes razones, sea por no tener pareja estable, sea por no haber podido hacer un tratamiento exitoso de fertilización.
Como si sus vidas no fueran, más allá del deseo de la maternidad.
Frente a estas mujeres suelen haber hombres que no parecieran estar ansiosos de convertirse en padres, o sea, la presión no siempre proviene de su cónyuge, y sí, muchas veces rige como mandato social internalizado de generación en generación.

Pero ¿qué ocurre con la mujer que decide no tener hijos?
Muchas veces se calla, no lo dice, ni siquiera en sesión terapéutica. Como si fuera una decisión atravesada por los mandatos ancestrales del rol de la mujer como madre, que no le permitieran expresarse a viva voz.
Aquellas que han comenzado tratamientos de fertilización asistida sin éxito, saben los pormenores de ser tratadas como un gran óvulo pronto a fecundar.  Se someten a sesiones interminables de estudios costosísimos en precio y padecimiento psíquico y físico.
El discurso médico atraviesa las sábanas y hay posiciones que facilitan la llegada del espermatozoide al óvulo, días más fértiles, horas más propensas, temperatura corporal facilitadora, etc.  La cama de esa pareja se transforma en una prueba de laboratorio cuyo único objetivo es lograr la “tan ansiada fertilización” para desembocar en una maternidad pública que deja de pertenecer a la pareja para transformarse en un espacio médico, familiar y social. El objetivo último es que la mujer ceda lugar a la madre, sin cuestionarse todo lo vivido anteriormente. Como si cuánto mayor fuera el sacrificio, mejor madres serían.

¿Y del hombre? ¿Cuánta presión social recae sobre el hombre para ser padre?

“JUAN. Por cosas que a mí no me importan. ¿Lo oyes? Que a mí no me importan. Ya es necesario que te lo diga. A mí me importa lo que tengo entre las manos. Lo que veo por mis ojos. 
YERMA. (Incorporándose de rodillas, desesperada.) Así, así. Eso es lo que yo quería oír de tus labios. No se siente la verdad cuando está dentro de una misma, pero ¡qué grande y cómo grita cuando se pone fuera y levanta los brazos! ¡No le importa! ¡Ya lo he oído! 
JUAN. (Acercándose.) Piensa que tenía que pasar así. Óyeme. (La abraza para incorporarla.) Muchas mujeres serían felices de llevar tu vida. Sin hijos es la vida más dulce. Yo soy feliz no teniéndolos. No tenemos culpa ninguna. 
YERMA. ¿Y qué buscabas en mí? 
JUAN. A ti misma. 
YERMA. (Excitada.) ¡Eso! Buscabas la casa, la tranquilidad y una mujer. Pero nada más. ¿Es verdad lo que digo? 
JUAN. Es verdad. Como todos. 
YERMA. ¿Y lo demás? ¿Y tú hijo? 
JUAN. (Fuerte) ¡No oyes que no me importa! ¡No me preguntes más! ¡Qué te lo tengo que gritar al oído para que lo sepas, a ver si de una vez vives ya tranquila! 
YERMA. ¿Y nunca has pensado en él cuando me has visto desearlo? 
JUAN. Nunca. (Están los dos en el suelo) 
YERMA. ¿Y no podré esperarlo? 
JUAN No. 
YERMA. ¿Ni tú? 
JUAN. Ni yo tampoco. ¡Resígnate! 
YERMA. ¡Marchita! 
JUAN. Y a vivir en paz. Uno y otro, con suavidad, con agrado. ¡Abrázame! (La abraza.) 
YERMA. ¿Qué buscas? 
JUAN. A ti te busco. Con la luna estás hermosa 
YERMA. Me buscas como cuando te quieres comer una paloma. 
JUAN. Bésame... así. 
YERMA. Eso nunca. Nunca. (Yerma da un grito y aprieta la garganta de su esposo. Éste cae hacia atrás. Yerma le aprieta la garganta hasta matarle. Empieza el Coro de la romería). Marchita, marchita, pero segura. Ahora sí que lo sé de cierto. Y sola. (Se levanta. Empieza a llegar gente.) Voy a descansar sin despertarme sobresaltada, para ver si la sangre me anuncia otra sangre nueva. Con el cuerpo seco para siempre. ¿Qué queréis saber? No os acerquéis, porque he matado a mi hijo. ¡Yo misma he matado a mi hijo!”

En este final trágico de “Yerma” puede verse el sentir del hombre frente a la paternidad. El hombre busca compañera, yunta para trotar por la vida, la mujer, en cambio, busca un hijo del hombre que tiene a su lado, que elige para procrear. No se permite armar pareja únicamente, sólo se puede proyectar en familia.
Esta es la presión ancestral sobre la descendencia.  La mujer debe ser madre para ser. El hombre le basta con tener mujer.
En esa contradicción permanente muchas mujeres terminan separándose de sus parejas únicamente por presión social: “no quería tener hijos”, “él tiene más tiempo que yo para ser padre, a mí me corre el reloj biológico”, “me dijo el ginecólogo que congele mis óvulos ahora, no tengo demasiado tiempo por delante”, “no quisiera ser madre soltera, me gustaría conocer un hombre y armar una familia”. Todos discursos atravesados por la presión social, antes en boca de abuelas y madres, ahora en boca de ginecólogos que con total liviandad, ejercen su rol más allá de la mujer que tienen adelante, únicamente respondiendo a una biología que deja de lado la psicología de esa persona llamada mujer.

En una sociedad que ha permitido el casamiento igualitario, que contempla la posibilidad de otros modos de construir la identidad sexual, que se permite adentrarse en la transexualidad, en el travestismo, no se permite cuestionar la decisión de ser o no ser madre, como una nueva construcción.
 Es más, las nuevas construcciones de identidad sexual reeditan el mandato buscando novedosas maneras de llegar a la maternidad.  Ya no se “es mujer”, se puede “ser travesti”, se puede “ser transexual”, pero siempre se termina “queriendo ser madre”.
Desde el encuadre terapéutico he aprendido a escuchar a muchas mujeres que no pueden decirse a sí mismas, “yo no quiero ser madre”, como si no hubiera posibilidad a sentirse habilitadas a gritarlo a los cuatro vientos.  Como si estructurarse en mujer fuera igual a ser madre.
Mujeres que no se cuestionan su identidad sexual, mujeres heterosexuales que sí se cuestionan no querer ser madres, como si fuera romper con ese mandato inconsciente que las atraviesa desde lo ancestral.
Ser mujer y ser madre son dos constructos diferentes.
El Siglo XXI ha llegado para desligarlo para siempre.

Dora María Giovagnoli
Licenciada en Psicología
Junio-2015


[i] Yerma-Federico García Lorca- Texto extraído en PDF de Internet, sin referencia a Editorial ni números de páginas.2015