domingo, 20 de octubre de 2013

Todo sobre mi madre (un pequeño homenaje a la mujer que me dio la vida en el Día de la Madre).

Sin embargo hay mujeres que sí nacen para ser madres. Mujeres que traen en su ADN el gen de la maternidad grabado a fuego.
Mi madre fue una de esas mujeres. Definitivamente, ella nació para ser madre, esa fue su gran misión en la vida y también su mayor logro. Siendo la mas grande de tres hermanas, desde muy chica tuvo que cuidar de las menores, y quizás eso contribuyó de algún modo al desarrollo temprano de su marcado instinto maternal. Ella siempre tuvo en claro que la maternidad era su destino. Por ejemplo, eligió mi nombre mucho tiempo antes de casarse, incluso mucho antes de conocer a mi padre. Supo desde muy pequeña que quería tener muchos hijos, luego por las vueltas de la vida solo tuvo dos, pero podría haber criado a veinte sin ningún problema. Le sobraba amor, paciencia, pasión y determinación para dicha tarea.
Mi madre nos buscó a mi hermano y a mí durante mucho tiempo, "son hijos deseados y buscados", siempre nos recordaba. Y entregó su vida a la causa de la maternidad, desde un lugar de inmensa devoción y con mucha alegría. Nunca fuimos un  estorbo para ella, ni una complicación, ni un problema. Jamás. Nos demostraba la dicha y la felicidad que le producíamos a cada instante. Era feliz cuando estábamos en casa, y comenzó a entristecerse cuando crecimos y empezamos a alejarnos. Fuimos su motor y su motivo de vivir.
Su rol de madre lo desarrollaba a la perfección durante las 24 horas del día. Supo ser una mama "full time", y le estoy eternamente agradecida por ello. Nos alimentaba, nos cuidaba, nos mimaba, nos regañaba, nos curaba, nos alentaba, nos aconsejaba, nos vestía, nos desvestía, nos bañaba, nos acompañaba, nos guiaba, nos consolaba, nos esperaba, nos amaba.
Mi madre era la primer persona a quien yo veía apenas doblaba la esquina de mi cuadra al volver de la escuela todos los días. Allí estaba siempre ella, cada tarde, esperándome en la puerta de casa a las 5 en punto. De pie, orgullosa y con una sonrisa de oreja a oreja en su cara. Feliz de verme volver de la escuela, me abrazaba y me besaba, tomaba en sus brazos mi mochila pesada y  juntas entrabamos a casa a merendar. También era quien me despedía por la mañana, luego de peinarme y ayudarme a abotonar mi guardapolvo por la espalda. Por las noches me acompañaba a mi habitación para arroparme, besarme en la frente y desearme dulces sueños (recuerdo que esto último lo siguió haciendo hasta cuando yo ya estaba muy entrada en años, cada vez que la visitaba o ella tenía la oportunidad).  
Nuestros días, y nuestra vida de aquella época, estuvieron repletos de esos pequeños rituales. Rituales que ahora son dulces y tiernos recuerdos que me acompañan en la orfandad y en el exilio. Recuerdos que agradezco desde lo más profundo de mi corazón.
Gracias mamá por haber transitado el camino de la maternidad con tanta devoción, entrega y dedicación. Y gracias por haber sido mi madre.